Qué es lo que lleva a varios miles de jóvenes y adolescentes a concentrarse al aire libre un frío día laborable de noviembre, desde primera hora de la tarde hasta la madrugada, para limitarse a beber alcohol bajo el ritmo sincopado de una música estruendosa? ¿Qué sentido tiene tanto esfuerzo para reunirse en una fiesta que no parece que celebre nada? Y entrando ya en algunas particularidades, ¿con qué derecho se concentran en un espacio público destinado a los servicios educativos – en este caso, la Universitat Autònoma de Barcelona-,los responsables legítimos del cual han advertido explícitamente de su prohibición?
Empezaré con lo último, que es más fácil de comentar, y luego acabaré con la primera cuestión, que exigiría un tratado. El consejo de gobierno de la UAB, tras analizar un informe sobre la deriva que habían tomado las celebraciones de las últimas fiestas mayores, decidió suspender la de este curso para revisar el modelo y buscar, en diálogo con los estudiantes, alternativas más acordes con la misión universitaria y las actuales estrecheces económicas. Doble razón, pues. En primer lugar, no tenía sentido patrocinar una fiesta que acababa en un monumental botellón, con más de una treintena de comas etílicos en el 2008. En segundo lugar, no puede justificarse públicamente un gasto cercano a los 300.000 euros para pagar la factura – organización, limpieza y seguridad-de una fiesta que se disfraza de “alternativa” y “antisistema” por parte de las organizaciones de estudiantes que se apropian de ella. Por cierto, ¿qué tipo de antisistema es el que exige subvenciones institucionales?
La realidad es que las autoridades académicas no pudieron evitar una concentración que se convocó a través de las redes sociales de internet y a las que les faltó el apoyo de las fuerzas de seguridad para evitar, ya a primera hora de la mañana, que desembarcaran en la UAB decenas de camiones con grupos electrógenos, entarimados y equipos de sonido e iluminación, además de los de distribución de alcohol y cerveza con sus barras portátiles. Con buen sentido se prefirió evitar el enfrentamiento que, sin lugar a dudas, algunos buscaban. Pero al día siguiente, el lamentable estado en el que quedó el campus mostraba la exacta magnitud del desastre. Por doquier montañas de bolsas de plástico, latas, cristales de botellas rotas, además del hedor de los orines en las esquinas de los edificios, que quedaron cerrados al acabar las clases. Parece que los talleres anunciados por los grupos organizadores sobre vida saludable, educación medioambiental y reciclaje sostenible no tuvieron mucha repercusión sobre el personal congregado…
Estoy seguro de que en el consejo de gobierno reflexionaremos de manera autocrítica sobre los aciertos y los errores de las decisiones tomadas. Pero creo que sería una equivocación pensar que se trata de un problema exclusivo de la UAB. Las cuestiones sobre el respeto a la autoridad de una institución pública, sobre el apoyo que debe recibir de las fuerzas del orden para que pueda desarrollar sus objetivos y sobre el desacato de la prohibición por parte de las empresas contratadas ilegítimamente por las organizaciones convocantes que entraron en casa ajena merecerían una primera reflexión. En segundo lugar, está el tema de la financiación de las organizaciones de estudiantes que emplean sus fondos para poner en jaque a las autoridades públicas. Ya puede el Gobierno seguir exigiendo excelencia en las universidades y buscar fórmulas de dirección más fuertes, si luego es la propia administración quien subvenciona a estos grupos o si los partidos tutelan a organizaciones juveniles que participan activamente en la algarada. Y, en tercer lugar, sería poco justificable ante la propia comunidad universitaria y la sociedad en general que no se pidieran responsabilidades, por lo menos económicas, a los convocantes y no nos pudiéramos resarcir del coste de la vuelta a la normalidad.
Estaban, para acabar, las preguntas generales sobre el sentido de una fiesta que no celebra nada. Mi tesis de doctorado “Saber el temps”, hace casi treinta años, ya buscaba respuestas a tal paradoja propia de la fiesta en la modernidad, y no voy a resumirla ahora en cuatro líneas. Pero sí quiero apuntar unas pocas ideas finales. Una: los mecanismos garantistas de derechos y una sociedad a la que le horroriza el conflicto permiten que ciertas minorías dejen su impronta sobre instituciones que están buscando tenazmente cómo cumplir mejor con su responsabilidad y que impongan su ley a la inmensa mayoría que actúa responsablemente, como también es el caso de la UAB. Dos: este tipo de fiesta, aunque se vista de “alternativa”, es de un conservadurismo feroz, abusa del gregarismo impersonal y se construye sobre un consumismo compulsivo, aunque sea de bajo coste, alrededor del alcohol de garrafa. Y tres: el éxito de tales fiestas está en su sentido profundamente narcisista. El joven participa en ellas para celebrarse a sí mismo y a la imagen de individuo sin pasado ni futuro que nuestra sociedad ha construido para él. Una fiesta, pues, no tanto dionisiaca como agonística, que celebra, precisamente, la supuesta falta de futuro. Afortunadamente – no nos pongamos trágicos-,la realidad que mantiene responsablemente la mayoría les va a ofrecer algo de futuro y, con pocas excepciones, aunque con mucha resaca, al final saldrán de tanta absurdidad.