Mucho país para poca ley

Este artículo está escrito sin que aun se conozca la sentencia del Tribunal Constitucional sobre los recursos presentados tanto por el PP como por el Defensor del Pueblo -el socialista Enrique Múgica- contra el Estatut de Catalunya, aprobado el 2006 en referéndum. Las últimas informaciones apuntan a que tal sentencia podría ser decidida uno de estos días, pero para la tesis que voy a sostener, es mucho mejor que la decisión final aun sea una incógnita. Y es que, desde mi punto de vista, aun considerando que es urgente que la sentencia sea finalmente dictada, su contenido, diga lo que diga, tendrá muy poco interés. Lo verdaderamente grave es que el TC pueda hablar después de que lo haya hecho el pueblo catalán, y eso no tiene remedio.

Decía que, independientemente del contenido de la sentencia, es importante que sea dictada. La primera razón es que pondrá en evidencia que en el orden constitucional español ni un referéndum celebrado con todas las garantías legales asegura que se respete la voluntad soberana de los catalanes. En contra de ciertas interpretaciones interesadamente confusas, lo cierto es que constitucionalmente no existe nada parecido a la soberanía del pueblo catalán, y está bien que se aclare definitivamente. En segundo lugar, la sentencia es urgente no tanto porque de esta manera se vaya a cerrar ningún contencioso, sino para que precisamente el conflicto político pueda seguir su curso. Nadie sabe a ciencia cierta, por ejemplo, si será necesario un nuevo referéndum para poder aceptar los restos del anterior Estatut aprobado. Finalmente, y en tercer lugar, la sentencia obligará a los partidos catalanes a revisar sus ofertas políticas antes de las elecciones catalanas. ¿Va a tener algún sentido declarar que se “acatará” la sentencia, pero que se conseguirá lo mismo por la puerta de atrás, por la vía del artículo 151? Aparte de la deslealtad constitucional implícita, si se me permite la ironía, intentar recuperar de esta manera lo previsiblemente recortado por el TC es lo único que realmente daría un largo horizonte a una ley que nació agonizando. Pero también, ante este fiasco del Estatut del 2006, ¿que lógica puede tener anunciar el objetivo electoral de un concierto económico o condicionar el estar en el Gobierno a la celebración de un referéndum sobre la voluntad de independencia, si ambas propuestas no tienen ningún recorrido sin una previa ruptura del orden constitucional?

En cambio, el contenido concreto de la sentencia, casi cuatro años después de la aprobación del Estatut, es verdaderamente irrelevante en una perspectiva política de medio y largo alcance. En primer lugar, porque el actual Estatut ya no es ni el soñado por Maragall, ni el imaginado por ERC, ni el prometido por CiU. Por supuesto, tampoco es el Estatut aprobado por el Parlament de Catalunya, verdadera expresión de la voluntad popular, y que fue convenientemente “cepillado” en las Cortes. No ve d´un pam, que decimos en catalán. En segundo lugar, la sentencia es políticamente insignificante comparada con el hecho de que un TC pueda alterar la voluntad expresada en referéndum. Aceptar que el contenido es importante sería tanto como aceptar la legitimidad política -la jurídica, es indiscutible- de la propia sentencia. En tercer lugar, da igual si la castración del Estatut acaba siendo física o química. Que la mención a la realidad nacional de Catalunya acabó en fantasmada jurídica en un preámbulo sin valor, no hace falta que nos lo recuerde el TC. Pero también sabemos que la trascendencia real de que se respete o no el artículo que establece el deber del conocimiento del catalán, como la Constitución dicta para el castellano, es realmente mínima mientras la dependencia de las leyes españolas signifique, por poner sólo un ejemplo, que el ordenamiento del espacio televisivo se esté desarrollando sin ningún respeto ante la diversidad lingüística y estableciendo un modelo pensado para asfixiar nuevamente el uso del catalán. O, si de la bilateralidad se trata, de aquello a lo que enfáticamente nos gusta llamar “el pacto entre Catalunya y España”, la reciente agonística negociación para un acuerdo de financiación ya se ocupó de demostrar que lo establecido por el Estatut era agua de borrajas. Y sobre lo gremial de la sentencia sobre justicia, ni merece comentario.

Es ante tal panorama que el verdadero debate político sobre el futuro de Catalunya ya ha superado el plano de una sentencia que nacerá caducada. Las próximas consultas sobre la voluntad de independencia del próximo día 25 de abril son la expresión, aun balbuceante, de un nuevo estadio de la política catalana que ninguna sentencia puede ya parar. Estamos en una nueva etapa y quien no la sepa ver, o es ciego o quiere cegarnos. Quien esté interesado en el futuro de este país, pues, no debería perder el tiempo en lloriqueos por los últimos estertores de lo que ha sido su pasado. Si hay manifestación en respuesta a la sentencia del TC, por supuesto, habrá que participar en ella. Pero no va a ser para reivindicar la memoria de algo moribundo, sino para dejar claro que, diga lo que diga el TC, en Catalunya sigue más viva que nunca la voluntad de construir una nación, muy al margen, y muy por encima, de lo que establezca aquella Constitución que nació en unas condiciones de coacción antidemocrática bien conocidas y de las que treinta años después se siguen pagando las consecuencias. Este país es demasiado grande para leyes tan pequeñas.

 

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