Si hay algo que por su brutal inmoralidad resulta verdaderamente desalentador en los dos asuntos de corrupción autóctonos – el caso Millet i el caso Muñoz-,son esta retahíla de detalles que ilustran descarnadamente la banal cotidianidad en la que se instala el delincuente encorbatado. Las ingenuas y transparentes anotaciones en la agenda de Gemma Montull, o las despreocupadas conversaciones telefónicas entre Bartolomé Muñoz y Luis García, dan cuenta de hasta qué punto se puede vivir cómodamente instalado en una normalidad en la que las corruptelas al detalle y al por mayor se suceden sin interrupción, casi amablemente.
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