El merito de votar

Cada vez estoy más convencido de que es el estilo de las actuales campañas electorales el que invita a la desafección política de la cual luego se quejan amargamente – y farisaicamente-los políticos. Y, más allá de las especulaciones siempre inciertas sobre a quién beneficia una mayor abstención, creo que la razón fundamental es sólo una: la propaganda electoral busca, principalmente, debilitar la confianza en el adversario, atacando no tanto sus argumentos o sus promesas, sino su credibilidad. Es decir, la crítica deja de ser propiamente política, de discusión del programa o de la ideología, y se ensaña contra el líder y su partido, contra pactos secretos, contra supuestos engaños de los que nos advierten generosamente y contra una ambición insana e ilimitada de poder que sólo afecta al adversario.

No pongo en duda que este tipo de recursos tengan su eficacia en la confirmación de la fe partidista de los que ya la tienen. Es conocido que, entre los fieles de un partido, ante una convocatoria electoral, se desencadena tal tipo de adhesión entusiasta que el mundo llega a dividirse entre los que están con ellos y todo el resto que están en contra. No queda espacio para la duda racional ni mucho menos para la autocrítica.

No hay lugar para tibiezas ni matices cobardes. A favor de todo, sea lo que sea, con tal de que venga de los nuestros. Es una lógica de guerra, y cualquier debilidad es una baza a favor de los contrarios.

Tampoco hay que menospreciar el hecho de que en el discurso electoralista publicado o relatado existe un sesgo provocado por la lógica mediática. Si el marco con que se observa la realidad es el de la confrontación, todo lo que se declara en campaña acaba pasando por ese tamiz. Si hay palabra afilada contra el adversario con la que sea fácil encontrar una respuesta no menos dura de este, entonces el periodista ya tiene una historia por contar, un conflicto que se alza como la clave de todo el debate y que inmediatamente cubre cualquier otro contenido de carácter propositivo. El periodista se ahorra el tener que informar de contenidos de difícil elaboración y simultáneamente se convierte en el principal dinamizador del espectáculo. El público aplaudirá al profesional intrépido que ha provocado la colisión a costa de unos políticos que acabarán cediendo al juego – o incluso buscándolo-por aquello de que es bueno que hablen de uno, aunque sea mal.

Sin embargo, la consecuencia general para los que se sustraen al juego dicotómico de la división entre los nuestros y todos los demás es que acaban desconfiando de unos y otros por igual. Todos los actores políticos quedan zaheridos de igual modo por el mismo virus de la desconfianza que han incubado con entusiasmo en la precampaña para contaminar a los contrarios. Al ciudadano medio, a la mayoría que no tiene fe partidista, ya no le queda más remedio – en el mejor de los casos-que fiarse de la intuición, que no es otra cosa que la capacidad por descifrar de manera confusa e inconsciente toda una serie de gestos y tics del candidato que le ofrezca un cierto aire de familia, a partir del cual se sentirá vinculado emocionalmente a él. Pero cuando esa capacidad no funciona, desconecta de la campaña, se desentiende de la confrontación y vota en blanco o se abstiene.

En líneas generales, las campañas electorales buscan simplificar una decisión que, cuando no se fundamenta en la adhesión total a unas siglas, resulta de un conjunto muy complejo de condiciones. Votar a un partido, cuando falta la confianza incondicional partidista, supone un acto de alto riesgo para el cual deben hacerse muchas cábalas. Hay que considerar, en primer lugar, si vamos a votar según una ética de la convicción o una ética de la responsabilidad, cuestión planteada habitualmente en términos de voto útil o inútil. Defender unos principios a ultranza puede llegar a favorecer el triunfo del gobierno de los que menos los van a respetar. Pero el voto por cálculo, no por adhesión, acaba favoreciendo una relación instrumental, si no cínica, con la fuerza escogida. En segundo lugar, la decisión también suele plantearse en sentido negativo. Entonces, el voto se decide por temor a males mayores. El eslogan ni-ni de la actual precampaña socialista, el de “ni independentistas, ni de derechas”, o aquel anterior del “si tú no vas, ellos vuelven”, son una buena muestra de ese fundamento negativo. Es el voto del mal menor, una manera poco alegre de participación, pero en todo caso, igual de legítima. En tercer lugar, y sin voluntad de exhaustividad, en la decisión se contrapone el interés particular y el general. Uno puede votar un partido incluso ideológicamente lejos de la propia concepción de sociedad si se da una coincidencia de intereses en un asunto concreto. Son ejemplos claros de ello lo que le ocurrió en negativo a CiU en las Terres de l´Ebre por su posición favorable al trasvase, o lo que le ocurre en positivo a ICV por oponerse al cuarto cinturón o a ciertas instalaciones al servicio de la energía nuclear y que afectan a zonas muy particulares.

Entramos en campaña oficial, y va a ser tiempo de simplificación y no de matices, de confrontación más que de debate. Peor aún, va a ser tiempo de exacerbación de la desconfianza mutua antes que de afianzamiento de la voluntad de servicio que debería suponerse y respetarse para todos los candidatos. Y a pesar de todo, aunque cansados, vamos a participar en la decisión sobre el gobierno de los próximos años, que se hará – es mi vaticinio-con un alto grado de participación. No se diga que no tiene mérito.