ESTAMOS TOMANDO CONCIENCIA DE QUE LA INCERTIDUMBRE FORMA PARTE DE LA CONDICIÓN HUMANA Y QUE NO HAY MANERA DE ESCAPAR DE ELLA SI NO ES CON ENGAÑOS Y FALSAS PROMESAS. LA METÁFORA YA NO ES LA DE LA OBESIDAD, SINO LA DEL ADELGAZAMIENTO
La grave crisis económica en la que estamos sumergidos -unos más que otros, cierto- tiene ya una gran repercusión social y cultural, y vamos a seguir ahogándonos en ella por mucho tiempo. Después de un par o tres de décadas de crecimiento en las nubes, la actual recesión ha supuesto un aterrizaje forzoso para nuestras altas expectativas personales y colectivas. El baño de realidad es y va a seguir siendo de los que marcan una época, una generación -tal y como, por ejemplo, lo fue la Transición para un par de generaciones previas- y dará para muchos documentales y numerosas tesis doctorales en el futuro.
Desde mi punto de vista, la principal consecuencia de esta nueva época es que estamos tomando conciencia de que la incertidumbre forma parte de la condición humana y que no hay manera de escapar de ella si no es con engaños y falsas promesas. En la incertidumbre -social, política y económica- habíamos vivido en España hasta mediados de los años 70 del siglo pasado, y en la incertidumbre ha vivido siempre la mayor parte de la humanidad. Nuestra falsa huida de ella habrá durado bien poco.
Formó parte del engaño aquella vieja idea -ahora casi en desuso si no es ya en rancios ambientes académicos- de la posmodernidad. Se trataba, decía su inventor, Jean-François Lyotard, de “acostumbrarse a pensar sin moldes ni criterios”. Se trataba de un proyecto fascinante para un mundo tan convencido de su propia seguridad que se podía permitir tontear con ella. Un mundo que creía tener las espaldas lo bastante cubiertas como para jugar a la desregulación moral, que avanzaba en paralelo a la desregulación del mercado. Uno podía cantar las excelencias del carpe diem, del vivir al día… y del que nos quiten lo bailao. Incluso nos parecía gracioso que fuera la escuela, el principal instrumento para educar en el mérito y el esfuerzo bien orientado, la que jugara a frivolizar con el o incluso llegara a descalificarlo. ¡Quién no se acuerda de aquella celebrada película, El club de los poetas muertos, que efectivamente recreaba a la perfección el marco elitista desde el que se puede vivir al día, ignorando el pasado y sin tener que pensar en labrarse un futuro de bienestar!
Pero la posmodernidad fue, si no un engaño, un gran espejismo. Lo reconocía así, en marzo de 2007 y justo un año antes del descalabro económico del mundo occidental, otro gran ideólogo de las posmodernidad, Gilles Lipotevsky. “La idea de posmodernidad era falsa”, afirmaba. De manera que la desregulación, vivida como una forma de acceso a la libertad, había dado lugar a una estimulación hedonista que hacía que los individuos pudieran actuar sin otro criterio moral que el de su satisfacción inmediata. Y añadía, con acierto: “La obesidad es la imagen de este universo de excesos, de la desaparición de límites” (La Vanguardia, 1 de marzo de 2007).
Lo cierto es que la metáfora actual ya no es la de la obesidad, sino la del adelgazamiento. La nueva consigna es la de quitar grasa del sistema para garantizar su sostenibilidad. Y, en general, aunque a regañadientes, parece que la ciudadanía ha comprendido que, efectivamente, vivíamos muy por encima de nuestras posibilidades. La estupidez aquella de Rodríguez Zapatero sobre un supuesto alcance y superación del nivel de vida italiano o francés, no es que ya no cuele, es que resulta una provocación. Lo que le llevó al poder, también le echó de él.
Ahora, otra vez conscientes de que no hay vida fuera de la incertidumbre, volvemos a los únicos criterios de los que hasta ahora hay evidencia que sirven para el progreso y el bienestar de los individuos y de los pueblos. La formación y el trabajo, la tenacidad y la responsabilidad, la innovación y la creatividad, el respeto y el compromiso, vuelven a ser las referencias, primero, para salvar lo que podamos de lo conseguido, y luego, para poder seguir avanzando en una sociedad -ya no un estado– del bienestar.
El ascensor social, que llevaba parado mucho tiempo sustituido por una montaña rusa de la que solo habíamos probado la subida fácil y sin esfuerzo -e ignorado lo que nos esperaba al final de la ascensión-, ahora parece que está siendo revisado para volver a asegurar la posibilidad de movilidad social en función del mérito. Estudiar vuelve a tener premio, como lo tiene trabajar duro, tener buenas ideas, ser culto y cultivarse, saber cooperar o comprometerse con el futuro del país.
Si hubo un tiempo en el que parecía que entrar en la construcción o el turismo a los dieciséis años, a menudo incluso abandonando los estudios obligatorios antes de la certificación, era mejor apuesta que apostar por una larga carrera académica, llena de obstáculos y de incierto final, ahora las tornas han cambiado. Si hubo un tiempo que lo más rentable para una empresa era contratar a precario y por poco dinero a un recién llegado sin formación, ahora ya sabemos que solo los proyectos que cuenten con gente muy formada que aporten valor añadido al negocio van a tener algún futuro. Si antes se podía frivolizar con la importancia de los aprendizajes escolares blandiendo una vana y banal idea de felicidad, ahora estamos tomando conciencia que ya no podemos seguir engañándonos y que no hay felicidad fácil ni tonta sino que hay que buscarla, paradójicamente, en una apuesta dolorosa por la libertad y el progreso.
La desregulación moral consecuencia del crecimiento fácil tan propia del nuevo rico, ya no tiene ningún futuro. Es curioso que mientras la desregulación del mercado reciba tantas y tan unánimes -y merecidas- críticas, aun queden algunos para los cuales la desregulación moral aun no les parezca igual de atroz. Pero lo cierto es que vuelven a ser necesarias la referencias fuertes. Ahora hay que aprender a transitar por un mapa físico del mundo y de nuestras vidas del que han desaparecido las carreteras a todo color y los caminos trillados. La tentación de ceder al populismo ya sea de derechas como de izquierdas, es decir, creer en la promesa de caminos bien marcados, es fuerte. Y lo es, venga de la derecha extrema -en Francia, un 20% de los votos-, venga de la izquierda antisistema, tipo 15M. Pero hay que decir bien claro que, a partir de ahora, no va a haber certidumbres falsas. Y que habrá que aprender a llevar la brújula en la mano, a falta de caminos claros.