QUIZÁS visto desde una cierta distancia, y con información sesgada, la manifestación del pasado 11 de setiembre, la fiesta nacional de Catalunya, pueda llegar a sorprender. Y, en este sentido, tampoco es de extrañar que algunos crean que se trata de la reacción de una gente harta de tantos recortes, de la expresión confusa e irritada de un malestar social, etc. Pero les puedo asegurar que, aun estando hartos de recortes, irritados por el abuso fiscal y confusos por la falta de expectativas positivas, la manifestación congregó al millón y medio de catalanes de todas las edades y orígenes sociales y territoriales para exigir la independencia de Catalunya. Y que, además, lo hizo sin acritud y con mucha alegría y esperanza en los rostros. Estuvieron allí algunos amigos vascos a los que podría poner por testigos.
Tampoco era una manifestación reactiva, todo espuma, resultado de una agitación popular exacerbada y calculada desde el gobierno. En realidad, hasta pocos días antes, el gobierno temía la manifestación y vio cómo el intento de convertirla en un apoyo masivo al pacto fiscal se le escapaba de las manos. No: la manifestación era resultado de un efecto bola de nieve que empezó con la reacción minoritaria de algunos pocos después del fracaso de la reforma del Estatuto de 2006. Desde aquel momento -tuve la oportunidad de venirlo a contar ya a Iruñea y Donostia en 2009 y 2010- se produjo lo que ahora calificaríamos de “primavera soberanista catalana”, despertar que recibió el empuje decisivo de la humillación de todo un país por la sentencia del Tribunal Constitucional en junio de 2010. La manifestación del 10-J, pocos días después, solo fue un ensayo preparativo de la de este 11-S.
Para que se hagan una idea de la base social sobre la que se sustenta esta última manifestación, cabe citar a los organizadores. Por una parte, la Assemblea Nacional Catalana, que es resultado y continuación de los grupos locales que habían organizado las consultas por la independencia de 2009 y 2010, con una participación de 550 municipios y 800.000 personas (un 20% aproximado de la población de estos municipios, incluida Barcelona capital, y un resultado cercano al 95% favorable a la independencia). Por otra, la Associació de Municipis per la Independencia, que también reúne a más de 500 municipios que han aprobado en sus plenos municipales una declaración favorable a la independencia. Estas organizaciones soberanistas, junto a otras casi ciento cincuenta que tengo localizadas, de un tiempo a esta parte no han parado de organizar actividades en favor de su proyecto. Solo contabilizando los actos organizados por cinco de las más activas, entre enero y julio de 2012, se calculan una media de cincuenta conferencias, mesas redondas, concentraciones o marchas… cada semana.
Ha hecho falta la gran manifestación para que se constatara la profundidad de la labor popular que ha convertido lo que podría haber sido una gran frustración -así se había pronosticado- en una nueva esperanza. Hay que reconocer, también, que las estrecheces económicas de la Generalitat han ayudado y mucho en la toma de la decisión personal de pasar página. El expolio fiscal se ha mantenido muy similar desde el principio del modelo autonómico. Estos días se recuerda con admiración el libro escrito por quien fuera el prestigioso consejero de economía del primer gobierno de Jordi Pujol, Ramón Trías Fargas, que en 1985 ya publicaba su Crónica de una asfixia premeditada, precisamente sobre esta cuestión. Se trataba de una asfixia que no llegaba a ahogar, pero que ahora nos ha dejado sin respiración.
No menos importante ha sido la tenaz lluvia de provocaciones antiautonomistas que, siguiendo los aires de restauración de la unidad por encima de la diversidad, se ha venido practicando desde España. La teorización del final del modelo autonómico empezó con la FAES de José María Aznar, allá por 2002. Se apuntó a su práctica José Luis Rodríguez Zapatero hacia el final de su mandato. Certificó su asimilación la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010. Y, finalmente, la crisis ha venido al pelo como excusa para acabarla de esquilar. Como cuentan todos los teóricos en ciencia política, el desencadenante más habitual de toda revolución es la humillación. Y los catalanes, poco dados a revoluciones, ante la humillación, han preferido pasar página, abandonar el antiespañolismo -cada día más residual en el independentismo organizado- y empezar a trabajar para la nueva y definitiva estación de su reconstrucción nacional.
Pasada la manifestación, quizás lo que más ha sorprendido en Catalunya ha sido la reacción del gobierno y particularmente de Artur Mas. Su declaración institucional después de la manifestación del miércoles 12 -en consonancia con su discurso institucional de la Diada- y muy particularmente, su conferencia en Madrid del jueves 13, han descolocado incluso a los independentistas que menos confiaban en la credibilidad de su anunciada “transición nacional”. Puede ser cierto que el éxito de la manifestación independentista haya acelerado el calendario general, pero en un perfil tan racional como el del presidente Artur Mas, más bien cabe pensar que sabía muy bien cuál era el estado de ánimo del país y que, en uno u otro escenario ya tenía prevista tal posibilidad.
A partir de ahora, todo el mundo debe reubicarse. Los partidos y coaliciones en primer lugar. De Duran i Lleida (UDC) a Pere Navarro (PSC). Después, la propia sociedad civil, hasta ahora poco convencida de la valentía política del presidente. Por supuesto, tendrán que mover pieza los poderes fácticos, mediáticos y financieros. O, por qué no, deberán cambiar sus marcos mentales -como ya están haciendo rápidamente- los corresponsales de prensa extranjeros, hasta ahora abducidos por las interpretaciones de la villa y corte.
Queda mucho por hacer, pero tiempo habrá para dibujar hojas de ruta plausibles. De momento, todo el mundo está avisado. Y, por lo menos visto desde la euforia del momento, el proceso para conseguir una Catalunya independiente, más acelerado o más lento, parece ya irreversible. El político Francesc Cambó había escrito: “Hay dos formas seguras que llevan al fracaso: una, pedir lo imposible; otra, postergar lo inevitable”. Catalunya ya sabe que la independencia es posible. Ahora está aprendiendo a reconocer que es inevitable.