Primero, los fundamentos
En uno de sus últimos -y excelentes- artículos, Francesc-Marc Álvaro deja claro que a pesar de la insistencia de algunos en decir que Podemos y el soberanismo catalán son resultado de un mismo malestar, de hecho son de naturaleza muy diferente. Y, haciendo memoria del gran debate que ocupó la Transición, Álvaro señala la diferencia fundamental: mientras que Podemos es un caso de “reforma” política, el soberanismo catalán lo es de “ruptura”.
Tiene toda la razón. Podemos compite dentro de un marco político que no discute, para hacer una “nueva” política que consiste en sustituir los actuales ocupantes -la ‘Casta’- de los aparatos del Estado español. Un cambio de hegemonías, pues. El soberanismo catalán, en cambio, supone la ruptura del marco político establecido y, por tanto, la ruptura es de una magnitud incomparable. El soberanismo desafía al Estado mismo, no sólo a los que lo controlan. Ante esto, es necesario volver a recordar aquella famosa advertencia atribuida a José Calvo Sotelo, ministro de Hacienda durante la dictadura de Primo de Rivera, en su versión larga: “Entre una España roja y una España rota, prefiero la primera, que sería una fase pasajera, mientras que la segunda seguiría rota a perpetuidad”.
Es justamente, sin embargo, este hecho que señala Álvaro lo que paradójicamente da un margen mayor a Podemos para hacer propuestas atrevidas, mientras que al soberanismo no le queda más remedio que tener los pies en el suelo. Los primeros no cuestionan los fundamentos del marco donde se mueven, mientras que el segundo tiene la misión primera y principal el fabricar unos nuevos cimientos. Y las ingenuidades que se pueden permitir los primeros, si se las consintiera el soberanismo se haría daño a sí mismo. Por mucha crítica al sistema político y social que haga Podemos, ¿verdad que no se les ha oído que suprimirán el ejército, que reconocerán el derecho a la autodeterminación de Cataluña o que -ellos que frisan el lograrla- impedirán las mayorías absolutas en España? Nada de nada. Respetan las reglas de juego fundamentales, con la ventaja de que, como se dan por descontadas, no necesitan hablar de ellas. El independentismo, en cambio, tiene que crear un Estado, y esto da poco margen para las originalidades respecto de qué tipo de fundamentos son necesarios para permitir el éxito final de la empresa y, cosa inseparable, para lograr la aceptación internacional de un nuevo actor político que necesariamente debe ser homologable para los que lo han de reconocer.
La primera lección de todo ello es que a los reformistas les es más fácil mantenerse en la espuma de las promesas, hasta que lleguen al poder. En cambio, a los rupturistas no les queda más remedio que mirar cara a cara las dificultades que conllevará su gesto hasta que tenga éxito, y deben saber aplazar las promesas para el día siguiente de haber llegado al mismo. La segunda lección es que si bien es cierto que la independencia está intrínsecamente vinculada a la voluntad de hacer un país más justo y próspero, no se puede perder de vista que lo que realmente la justifica es el deseo de libertad. Una libertad que, cuando se tengan los instrumentos apropiados para ejercerla, permitirá decidir todo aquello que los catalanes, en cada momento, consideren que más les conviene. Poner ahora el acento sólo en una determinada orientación en la resolución de las demandas de justicia y prosperidad es empezar la casa por el tejado y enmascarar que primero se debe tener la libertad -es decir, los fundamentos del poder- para hacerla efectiva.
La independencia, pues, pide más determinación que efervescencia. O, dicho de otro modo: al soberanismo, para triunfar, más que deslumbrar con promesas de cumplimiento incierto, le es necesario tener una radical pulsión de libertad y una profunda confianza en el propio país y en la capacidad de los catalanes para saber gobernarse bien en el futuro.
Publicado en Ara.
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