Abundan las lamentaciones sinceras por la falta de acuerdo para formar gobierno, acompañadas de un cierto dramatismo impostado que da por muerta una pulsión de libertad que ha superado circunstancias más graves que la presente. Forman parte de una mirada hacia atrás, a menudo más orientada a ajustar cuentas y justificar renuncias que a seguir hacia adelante. Son inevitables, e incluso pueden ser necesarias para redimir la frustración de unas expectativas no cumplidas. Que sean la historia y los que se vean capaces de escribirla los que ajusten cuentas a su debido tiempo y a la vista de cuál sea el final.
Ahora, sin embargo, el tiempo se nos echa encima: tenemos elecciones a tres meses vista. Y ya vamos tarde para considerar sobre qué bases se podrá volver a convocar el voto del ciudadano paciente, del impaciente y del aburrido. Las próximas elecciones ya no serán ni un segundo plebiscito ni un simple retorno al escenario autonómico. Del plebiscito debemos retener dos datos: dio mayoría parlamentaria independentista pero se quedó corto en votos y hay que ampliar la mayoría social soberanista. Y el postautonomismo, con la inocencia ya perdida, creo que lo ha descrito bien Miquel Puig: “La independencia y un país mejor los haremos la gente de orden o no se hará. Ahora está más claro que ayer. A trabajar”.
Para ir a las elecciones, pues, propongo una nueva perspectiva y cinco objetivos principales. En primer lugar, será inexcusable empezar con una promesa de reparación a los más injustamente damnificados por una crisis que no todo el mundo ha tenido que asumir según sus responsabilidades. Sin una autocrítica franca, atrevida y creíble -especialmente por parte de los que han tenido responsabilidades de gobierno-, no se puede dar ni el primer paso. Una autocrítica, claro, acompañada de un plan de acción consistente y realista, preciso en el corto, el medio y el largo plazo. El trabajo parlamentario de estos tres últimos meses puede ser muy útil.
En segundo lugar, debe haber un compromiso de honestidad radical. Esto pasa por garantizar la máxima transparencia y control exigible en una democracia de calidad. Y, para ser creíble, primero hay que hacer un escrutinio exigente en el interior de las propias organizaciones. Y no estoy pensando sólo en las formas de corrupción económica, sino también de corrupción democrática en general: la gestión de las decisiones y sus resultados, de la información… Y ya sea en las formas de gobierno como en la organización interna de los partidos.
Con estas dos primeras exigencias satisfechas se puede pasar a atender el mantenimiento y el crecimiento de la base social. Por un lado, hay que ofrecer garantías de seguridad jurídica y personal al ciudadano moderado, que es la mayoría. Puig habla de gente de orden, que es la manera de referirse a toda la gente que quiere trabajar con dignidad, que se preocupa por el futuro de sus hijos y del planeta, que quiere prosperar individual y colectivamente o que sabe que la educación cívica y en conocimientos es la mejor apuesta de futuro. No es la indignación la que puede poner condiciones, sino la responsabilidad. Y en este campo hay mucho trabajo hecho que las plebiscitarias, inexplicablemente, ignoraron. Por otro lado, es imprescindible dar una respuesta adecuada a los catalanes que sienten un afecto profundo por España. Y esto sólo puede venir de hacer una propuesta precisa de relación constructiva con España que permita y prometa conectar con ella en unas condiciones mejores que las actuales.
Finalmente, de todas las palabras que describen el proceso soberanista, debería acabar imponiéndose la idea de emancipación, es decir, la liberación de una servidumbre forzada. Una emancipación política, económica, social y cultural que no se hace contra nadie y que va a favor de todos. ¿Vamos a votar?