El Parlament de Catalunya, para atender la voluntad de la mayoría de ciudadanos que le exigieron en las últimas elecciones una consulta sobre su futuro político, llevó ayer a Las Cortes españolas la petición para celebrar un referéndum. Se sabía de sobra que los grandes partidos españoles, y alguno no tan grande, dirían que “no”. Se trataba, principalmente, de demostrar que en Catalunya gustaría hacer las cosas “a la catalana”. Es decir, amablemente, legalmente, dialogadamente. Se trataba de tener una oportunidad para explicar ante los españoles y ante el mundo, con los argumentos que permiten treinta minutos de tribuna, cuál es la voluntad de casi el 80 por ciento de los catalanes.
Fundamentalmente, se trataba de trasladar lo que es la expresión de una voluntad mayoritaria de los ciudadanos de Catalunya y no la locura de un presidente, ni la cortina de humo de un gobierno en dificultades, ni el resultado de una gran manipulación autoritaria.
Con mala fe, se ha dicho que se buscaba este “no” para añadir otro falso agravio. No es cierto. Simplemente debía quedar claro que aunque algunos piden diálogo, allá donde se debe dialogar, se cerraban todas las puertas razonables al mismo. Que la mayoría política en España no ha aceptado nunca, nunca, la idea de un estado verdaderamente plurinacional. Debía quedar claro, también, que querer vender una reforma constitucional allí donde no se aceptó un nuevo estatuto que llegaba con el aval del 90 por ciento de los diputados catalanes y con la promesa del presidente Zapatero de darle su apoyo, que se sugiera una puerta de cambio federal donde las mayorías conducen la reducción sistemática del modelo automático, no es creíble.
Ciertamente, el debate de ayer también era necesario para los propios catalanes. Bien sea para los que hasta horas antes seguían insistiendo en que existiría una oferta -supuestamente de financiación- que desarmaría a los independentistas, bien sea para los que aun tenían dudas sobre si no cabría alguna fórmula de acuerdo para el ejercicio del derecho a decidir. En Catalunya, el debate no cerró nada, sino que aligeró el camino hacia una legalidad propia para poder ejercer esa voluntad popular mayoritaria.
No supe escuchar en ningún momento, por parte de nadie, el reconocimiento del error que supuso el “cepillado” de la proyecto de estatuto catalán; del abandono a su suerte del presidente Pascual Maragall por parte del PSOE; del error de la campaña anticatalana del PP; del error de la sentencia política de un Tribunal Constitucional de composición ilegítima o del error de no aceptar un diálogo para un nuevo modelo de financiación. Ni reconocimiento de errores políticos, ni perdón por las humillaciones. De manera que estaba muy claro que no se deseaba ningún tipo de diálogo.
Algún día, quizás antes de lo que pueda pensarse, a esta retahíla de errores, deberá añadirse el último de ellos y definitivo: el no a una petición de referéndum.