Romper el círculo

La experiencia de una crisis generalizada como la actual, que no es sólo económica y financiera, sino que pone en cuestión las estructuras tradicionales de prácticamente todas las instituciones sociales, nos sitúa a cada uno de nosotros, simultáneamente, entre las actitudes de temor y cerrazón por una parte, y las de coraje y apertura al cambio, por otra. No todo el mundo dispone de los mismos recursos personales para comprender el envite actual, pero además cada uno de nosotros responde de manera distinta en función del momento y del ámbito al que nos refiramos. De manera que no creo que en tiempos de zozobra como los actuales tenga mucho sentido pretender obtener una foto fija y clara de las reacciones de la sociedad catalana, porque ahora mismo vive un combate interior fortísimo entre el sentimiento defensivo de conservación y la conciencia clara de la necesidad de una transformación de la que no controlamos el punto final.

Una de las principales dificultades para salir del dilema es que la crisis nos ha cogido profundamente desconfiados respecto de las instituciones sociales en las que estamos incardinados. Lamentablemente, el largo periodo de crecimiento y de mejora del bienestar no llevó a una mayor credibilidad de las estructuras sociales que lo permitían, sino todo lo contrario. Las instituciones educativas, las sanitarias, las financieras, las culturales, las asociativas, por no hablar de las políticas, todas ya vivían su mayor descrédito antes de que se cayera el castillo de naipes de aquel crecimiento insensato que muy pocos advertían. Como he escrito repetidamente, la verdadera crisis educativa, por centrarme en una dimensión del caso general, la trajo precisamente la desaparición acelerada de las pautas organizativas de todos aquellos años de desarrollo sin cuartel. Otra cosa es que la desorganización no se haya hecho del todo visible hasta que ha cesado la abundancia y ahora resulte insostenible.

De manera que, incluso cuando ahora se acepta la necesidad de un cambio en profundidad en todos los terrenos, nadie sabe en quién confiar para pilotarlo. Las recientes elecciones sindicales en el sector educativo, a pesar de la grave necesidad de poner orden en este campo, han dado bajos índices de participación. Lo mismo ocurre en los liderazgos de las organizaciones empresariales, que son incapaces de aplicarse a ellas mismas los criterios de innovación y renovación que exigen al conjunto de la sociedad, y siguen apareciendo los mismos nombres de siempre, simplemente cambiando de silla. Por su parte, el mundo de las ideas queda atrapado en un par o tres de metáforas afortunadas que, a duras penas, interpretan una realidad ya pasada, por ejemplo, convirtiendo todo lo que tocan en “realidad líquida”. Pero son escasas las voces que se atreven a apuntar, con toda la complejidad necesaria, hacia nuevos horizontes. Y así sucesivamente.

Un caso particular es el de la política institucional y partidista. Absolutamente incapaz de salir del electoralismo, las grandes declaraciones se encienden y apagan a medida que se suceden las convocatorias electorales. Aquellos líderes que parecían tan seguros en campaña electoral, pasada esta desaparecen y permanecen callados hasta nuevo aviso electoral. Luego aparecen los siguientes candidatos a las próximas elecciones, que hablan con una seguridad hiperteatralizada y ridícula, hasta que pasado el nuevo encuentro volverán también al silencio, ya sea en el gobierno o en la oposición. Y no sólo eso. El fin de semana pasado pudimos escuchar a un Jordi Hereu envalentonado tratando despectivamente a los miembros del nuevo Gobierno catalán de “consellerets” y de “contables”. Sabiendo cómo acabó el gobierno de los suyos, quizás sería exigible algo más de modestia y contención verbal, aparte del bajo tono democrático que demostró por la falta de respeto hacia lo decidido por el pueblo catalán a la hora de elegir a sus representantes. Pero lo peor es que tal actitud de menosprecio indiscriminado genera aún más desconfianza si cabe, atrapando incluso a quien la provoca. Sabiendo cómo están las arcas municipales de la mayoría de nuestras ciudades -a Barcelona le acababan de reducir la valoración de su deuda pública-, pasadas las elecciones se va a descubrir la verdadera cara de sus finanzas y veremos a todos los alcaldes -incluidos los del PSC- haciendo también de contables, tijeras en mano. Y si al final Hereu se ahorra los manguitos de contable y el trabajo de los recortes, será porque ya no gobernará.

Estamos, pues, en un momento clave, pero atrapados en un círculo vicioso del que resulta difícil escapar. Sabemos que hay que cambiar, pero desconfiamos de todos y de todo. Nuestras posiciones a la defensiva aumentan la dificultad para salir del bucle. Y no adivinamos qué va primero: el huevo o la gallina, la generación de confianza o la capacidad para innovar. Como soy de naturaleza positiva y tengo la seguridad de que este país va a salir del trance, pienso que quizás el problema está en que no ponemos la atención allí donde ya despunta el futuro. A falta de liderazgos claros, quizás deberíamos buscar allí donde se encuentran las experiencias más innovadoras y de éxito, que las hay en todos los terrenos. Escuelas que funcionan muy bien; sistemas de autoorganización en centros de asistencia primaria; empresas innovadoras con gran capacidad de exportación; grupos de investigación de excelencia internacional; municipios bien administrados, grandes iniciativas cívicas en la sociedad civil… Hay que descubrir con urgencia la Catalunya que funciona bien y que en general se encuentra en las periferias -territoriales y conceptuales-, siempre más libres y creativas. Es por ahí que se está rompiendo el círculo.