Para una cultura de crisis

Suele decirse que la gravísima crisis  económica actual podría convertirse en una gran oportunidad para realizar los cambios que, tal como se demuestra una y otra vez, somos incapaces de realizar cuando, con el viento a favor, resultarían menos traumáticos. Pero esta oportunidad solo podrá aprovecharse si, además de partir de un buen diagnóstico y de un mejor tratamiento, somos capaces de crear el marco cultural para que las medicinas que deben tomarse, casi todas amargas, sean aceptadas con algo más que resignación. Y, desde mi punto de vista, creo que estamos lejos aun de haber tomado conciencia clara de la profundidad del desafío y de las consecuencias que podría tener resistirse a las medidas que habrá que aplicar.

El primer problema con el que topamos es que para algunos solucionar un problema es algo así como ajustar cuentas con el culpable del mismo. Se trata de afirmaciones del estilo “si la culpa es de la banca y el sistema financiero, que sean estos los que paguen”. Desde un punto de vista conspirativo y justiciero, y suponiendo que efectivamente la banca y el sistema financiero fueran los únicos culpables y no hubiesen contado con cómplices necesarios, la idea no estaría mal.

Pero si de lo que se trata es de solucionar el problema, y no principalmente de ajusticiar – o de linchar-al presunto culpable, entonces la propuesta no solo es mala porque no va a servir para nada, sino que podría acabar agravando aun más la situación de los presuntos inocentes. De manera que una conducta racional en economía, pero también en educación o en salud – y no digamos en política-,tiene poco que ver con la aplicación de la justicia y mucho con el cálculo de las consecuencias posibles. Estimular positivamente a un alumno díscolo para conseguir un cambio de actitud, tener que aconsejar a un buen deportista que abandone su carrera a causa del diagnóstico de una enfermedad cardiaca o perder una elecciones por haber contado la verdad al pueblo, no es ni justo ni injusto: son, simplemente, decisiones correctas. En definitiva, es fundamental que se comprenda que con la aplicación de medidas económicas restrictivas nadie trata de impartir justicia, sino de conseguir la más rápida recuperación del sistema para poder reemprender, lo antes posible, un camino de prosperidad, a ser posible, mejor que el anterior.

La segunda gran dificultad que existe para llevar lo mejor posible las drásticas medidas de contención del gasto público que ahora se nos van a aplicar es que nos resulta casi imposible adoptar la perspectiva del interés general. Y lo cierto es que las restricciones solo son comprensibles desde este punto de vista. Siempre, en tiempos de crisis, la respuesta política exige un tipo de excepcionalidad social caracterizada por una sobrevaloración de lo colectivo. Es el típico caso de los tiempos de guerra o en los periodos revolucionarios en los que la vida personal pierde valor ante la patria o la causa por las que se está dispuesto a entregarla. No estamos ahora hablando de dar la vida – o de perderla-por la noble causa de la reducción del déficit público y la estabilidad del euro, ni tan siquiera por el progreso futuro. Pero sí que se trata de solicitar sacrificios que, desde un punto de vista personal, son casi imposibles de aceptar ni de buena gana ni aun con resignación. Si emerge un sujeto colectivo superior que pueda dar sentido a tales sacrificios personales, solo en la medida que se pueda creer en un interés común para el cual valga la pena asumir con un cierto gozo el recorte del salario, puede pensarse en una aceptación positiva de la actual cuaresma económica. Y, de momento, a la vista de los argumentos esgrimidos en las huelgas habidas y por venir, no aparece por ninguna parte este tipo de conciencia colectiva imprescindible para afrontar con éxito el tránsito.

El tercer obstáculo para el desarrollo de una verdadera y eficaz cultura de crisis es la no existencia de liderazgos fuertes en los que se pueda confiar y que asuman la representación de lo colectivo. Desgraciadamente, el dirigente español que ahora mismo tiene en sus manos el timón de la crisis nos ha acostumbrado a la zozobra inesperada, al incumplimiento de promesas sin perder la sonrisa y a su insuperable capacidad para el autoengaño. Y, lo que es peor, la posible alternativa está sumida en movimientos tácticos de horizonte electoralista, de manera que tampoco es líder para una crisis. Por su parte, y en la medida en que la crisis es europea, y más aun, europeas son las soluciones obligadas, tampoco sabemos ver en Europa el liderazgo que pudiera asumir la representación de un interés general claro. La debilidad intrínseca que supone que sea Zapatero quien aplique unas medidas impuestas desde Bruselas yen las que no creía cuatro días antes de anunciarlas, es un mal principio. Solo  un líder político local que hubiera demostrado una verdadera vocación europea podría asumir parcialmente tal liderazgo. En Catalunya los tenemos, a tales líderes locales. Pero las circunstancias de debilidad política del país impiden que puedan tener el protagonismo deseable.

En las próximas elecciones de noviembre en Catalunya, estas preocupaciones van a ser la clave de los programas políticos. La agenda electoral girará alrededor de quién podrá gestionar mejor la crisis, sí, pero junto a la cuestión de qué promesa de país, qué horizonte de futuro van a justificar los sacrificios que se pidan. Es decir, va a ganar quien tenga la mejor “cultura de crisis” por ofrecer.